miércoles, 27 de enero de 2016

Se llaman maravillas


Volver, volver al balcón de mis deslumbramientos,
aquel solar en que los tréboles anunciaban el arca de
  las rutilantes promesas,
en que los tréboles, tan amigos,
me enseñaban la cuenta elemental y el largo sueño.
volver a la caricia, a besar entrañablemente las tres
  hojas del eterno prodigio
y las cuatro briznas candorosas del milagro.
Oh aquel sereno solar del niño con un trébol agorero
  entre las manos
y las manos casi luminosas, pedestales del asombro,
y los anchos trebolares multiplicando lo eternamente 
  inesperado.

Yo quiero recordar el nombre de aquellas flores, ¡ay,
  tan lejanas ya!
de aquellas flores compañeras de mis ensimismados
  bolsillos de perezoso jardinero;
quisiera nombrarlas una por una y hablaros de su
  forma fugitiva,
del modelado de sus tiernos metales que se yerguen
entre suspiros concitando el pasmo de lo
  infinitamente logrado y de lo eternamente efímero.
Pero aquellas flores han perdido ya su nombre,
el certero sésamo que abría los huertos de la infancia,
la llave de oro,
el rubio carrusel del único retorno posible.

Apenas si conservo, junto a mis lágrimas más íntimas,
el nombre y el color de las más sencillas, de las más
  débiles, de las más desnudas, entre las flores que
  alumbraban los recintos de mi sueño.
¡Ayúdame a guardarlas, pues qué sería de mí sin ellas!
A veces pienso que su recuerdo tiene la cifra exacta
  de mi vida
y que esta extraña configuración del árbol adulto que
  me ha dado el tiempo
se esfumará en la noche para siempre
cuando deje de nutrirme este mágico recuerdo.

Ellas nacían en los cercos de piedras,
en las pircas levantadas por manos que hace mucho
  tiempo se han hundido en la tierra y la fecundan
  como semillas tristes.

Voy a decir sus nombres,
sus nombres de criaturas lejanísimas.
Oye:
Se llaman maravillas,
se llaman maravillas.
Las rosadas campánulas que tañen continuamente en
  mi corazón, donde tejen sus redes las arañas de
  la soledad,
se llaman maravillas.

Volver al solar que se tiende entre nubes enamoradas,
al ardoroso diálogo con los muchachos del eco
que me repetían el nombre de la más breve de las
  niñas,
de aquella niña y dolorosamente amiga de la niebla,
bucles veloces y un celeste no sé qué lavado por
  distancias increíbles.

Si las palomas recuperaran las llaves de los
  campanarios,
si las guitarras reconquistaran las coplas que
  estranguló la angustia,
si los coyuyos volvieran a decir su discurso en las
  siestas violentas,
si la estrella bajara como antes a mis manos amigas,
yo quizás podría tornar a mis nativos rastrojos junto
  al cielo.

¿Pero se vuelve alguna vez a parte alguna?
¿No lo dije ya? No se regresa. ¡No se regresa nunca!
¿Quién podría devolverme los ojos aptos,
los abiertos y vibrantes ojos tendidos al milagro?


Raúl Galán (Ledesma, Jujuy, 1913 – Baradero, provincia de Buenos Aires, 1963)


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