Mensaje a los poetas
Hermanos, les hablo desde la distancia como quien se
encuentra entre ustedes. Mi ausencia no es sólo consecuencia de acontecimientos
ciertos, sino también de ambigüedades.
Aquellos que somos poetas, sabemos que la razón por la cual
un poema es creado, no puede ser descubierta hasta que el poema en sí mismo
existe. El motivo que da cuenta de un acto viviente no se muestra hasta
ejecutado el acto mismo.
Nosotros no solemos unirnos en solidaridad por razones
pensadas de antemano. La razón de tal solidaridad se hará presente cuando nos
encontremos en medio de contradicciones y posibilidades.
Nosotros los poetas no forjamos nuestros lazos y
certidumbres a partir de nuestra mente. El Espíritu de Vida, que nos ha traído
a cuenta en cercanía, sea de manera presencial o sólo en acuerdo, hará de
nuestro encuentro una epifanía de certidumbres que no hubiésemos podido conocer
en solitario.
La solidaridad entre poetas no está proyectada y unida a
convicciones políticas, pues éstas siempre han sido materia de prejuicios,
astucia y planeación estratégica. Sean cuales sean sus fallas, el poeta no es
un sujeto de astucias malintencionadas. Su arte depende de una inocencia
germinal, misma que puede perder al verse inmiscuido en negocios, política, o
en formas demasiado institucionales de vida académica. Estamos confederándonos
hoy día para defender nuestra inocencia.
Toda inocencia es un acto de fe. No me refiero al acuerdo
organizado en creencias, sino a toda convicción personal interior “en
espíritu”. Tales convicciones son tan fuertes e innegables como la vida misma.
La solidaridad entre poetas es un hecho tan elemental como el rayo de sol, como
las estaciones del año, como la lluvia. Es una cosa tal que no puede ser
organizada premeditadamente sino que simplemente acontece. Sólo puede ser
“recibida” (como un don). Es un don ante el cual se requiere estar abiertos. Ningún
hombre puede planear el hecho de que salga el sol o caiga la lluvia. El mar
sigue siendo húmedo, a pesar de las abstracciones que hagamos de él.
Solidaridad no es colectividad. Los organizadores de la vida colectiva dudarán
de la seriedad o la realidad de nuestra esperanza. Si ellos logran contagiarnos
con sus dudas perderemos nuestra inocencia y solidaridad como consecuencia. La
vida colectiva se encuentra regularmente organizada bajo el presupuesto de la
astucia desconfiada y la culpa. La verdadera solidaridad es destrozada por la
habilidad política de poner a un ser humano en contra de otro y por la astucia
comercial de estimar un precio para todos los seres. Sobre tales cálculos
ilusorios los hombres construyen un mundo de valores arbitrarios carentes de
vida y significado, llenos de agitación estéril. Poner un hombre en contra de
otro, una vida en contra de otra, un trabajo en contra de otro, e imponer
dimensiones de vida en términos de costo, o privilegio económico y decencia
moral, es infectar al mundo entero con la más profunda duda metafísica. Al
dividir los unos contra los otros para propósitos de cálculo, los seres humanos
adquieren, inmediatamente, la mentalidad de objetos de venta en un mercado
esclavizado.
En tal situación no es posible el regocijo, sólo la rabia.
Cada ser humano siente la más profunda raíz de su ser envenenada por la
sospecha y el descreimiento. Cada humano experimenta su existencia más próxima
como culpa y traición, y como una posibilidad de muerte: nada más.
Estamos unidos para denunciar la vergüenza y el fraude de
todas las mentiras colectivas.
Si es que estamos dispuestos a permanecer unidos contra
las falsedades, contra todo poder que envenena al ser humano, y contra el
sujetarnos a los falseamientos de la burocracia, la comercialización y la
policía de Estado, debemos rechazar cualquier identificación precisa. Debemos
rechazar las seducciones de la publicidad. No debemos permitir que se nos ponga
a los unos en contra de los otros. No debemos estar hechos para devorar y
desmembrar unos a otros para el divertimento de su agencia de prensa. No debemos
dejar que nos coman en un intento por saciar su propia insaciable duda. No
debemos estar meramente a “favor” de una cosa y en “contra” de la otra, aún si
estamos a favor de “nosotros” y en contra de “ellos”. ¿Quiénes son “ellos”? No
caigamos en la trampa de darles razón de ser al convertirnos en su “oposición”.
Permanezcamos fuera de “sus” categorías y clasificaciones.
Es en este sentido que todos somos monjes: permaneciendo inocentes e invisibles
a los publicistas y los burócratas. Ellos no pueden imaginar siquiera lo que
estamos forjando. Ellos nunca se darán cuenta a menos que nos traicionemos en
beneficio de sus intereses, y aún entonces serían incapaces de saberlo.
Ellos no entienden nada que no sean sus propios decretos.
Son ellos los artificiosos que urden palabras en relación a la vida,
transfigurándola después conforme a lo que ellos mismos se han formulado. ¿Cómo
podrían confiar en alguien cuando ellos mismo hacen que la vida se proyecte en
falsedades? Son el hombre de negocios y el político, no el poeta, quienes creen
devotamente en “la magia de las palabras”.
Para el poeta no hay necesariamente algo tal como la magia.
Está la vida misma con todo su carácter impredecible y toda su libertad. Toda
magia es una despiadada contingencia cifrada en la predicción, un círculo
vicioso, una profecía autocumplida. La Poesía es inocente de predicciones
porque ella misma es el cumplimiento de las predicciones escondidas en la vida
cotidiana.
No seamos como aquellos que quisieran hacer que el árbol se
engendre primero del fruto y luego la flor, es la flor la que aparece primero y
el fruto después, a su debido tiempo. Tal es el espíritu poético.
Obedezcamos a la vida, y al Espíritu de Vida que nos llama a
ser poetas, entonces cosecharemos los frutos por los cuales la humanidad padece
hambre. Con estos frutos calmaremos los resentimientos y la ira de los hombres.
Sintámonos orgullosos de no ser médicos brujos, solamente
personas ordinarias. Sintámonos orgullosos de no ser expertos en nada.
Sintámonos orgullosos de las palabras que nos han sido dadas
sin razón aparente, sin la intención de aleccionar a nadie, ni confundir a
nadie, ni probar el absurdo de nadie, sino sólo el señalar más allá de los
objetos, hacia el silencio donde nada puede ser dicho.
Nosotros no somos persuasores. Somos los hijos de lo
inefable. Somos los ministros del silencio, aquél necesario para curar a las
víctimas del absurdo, quienes yacen agónicas de falso regocijo. Reconozcámonos
entonces por aquello que somos: derviches tocados con un misterioso amor
curativo, que no pueden ser vendidos ni comprados, y a quienes los políticos
temen más que a una revolución violenta.
Somos más fuertes que la bomba de hidrógeno.
Digamos entonces “sí” a nuestra propia nobleza, asumiendo la
incertidumbre y objeción propias de una existencia derviche.
Desde la República de Platón no había lugar
para los poetas y los músicos, mucho menos hoy día para monjes y derviches. En
cuanto a los incompetentes Platones que se piensan dueños del
mundo en que vivimos, piensan que podrán seducirnos con banalidades y
abstracciones. Sin embargo podemos eludirlos simplemente con entrar en las
aguas del río heracliteano, que no pueden ser atravesadas dos veces de modo
semejante.
Cuando el poeta pone un pie en aquél río fluctuante la
poesía en si misma nace fuera de las resplandecientes aguas. En ese instante
único, la verdad se hace manifiesta para aquellos que son capaces de recibirla.
Nadie podrá llegar a este río a menos que lo haga por su
propio pie. No podrá llegar ahí trasladado por un vehículo.
No podrá entrar al río aquél que lleve puestas las
investiduras de lo público y lo colectivo. Tendrá que sentir el agua correr por
su piel desnuda. Tendrá que saber que dicha inmediatez es sólo para mentes
desnudas e inocentes.
Vamos derviches: he aquí el agua de vida. Dancemos en ella.
Thomas Merton (Prades, 1915 - Tailandia, 1968)
Versión al español: Milton Medellín
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