Se llaman maravillas
Volver,
volver al balcón de mis deslumbramientos,
aquel solar
en que los tréboles anunciaban el arca de
las rutilantes promesas,
en que los
tréboles, tan amigos,
me enseñaban
la cuenta elemental y el largo sueño.
volver a la
caricia, a besar entrañablemente las tres
hojas del eterno prodigio
y las cuatro
briznas candorosas del milagro.
Oh aquel
sereno solar del niño con un trébol agorero
entre las manos
y las manos
casi luminosas, pedestales del asombro,
y los anchos
trebolares multiplicando lo eternamente
inesperado.
Yo quiero
recordar el nombre de aquellas flores, ¡ay,
tan lejanas ya!
de aquellas
flores compañeras de mis ensimismados
bolsillos de perezoso jardinero;
quisiera nombrarlas
una por una y hablaros de su
forma fugitiva,
del modelado
de sus tiernos metales que se yerguen
entre suspiros concitando el pasmo de lo
entre suspiros concitando el pasmo de lo
infinitamente logrado y de lo eternamente
efímero.
Pero
aquellas flores han perdido ya su nombre,
el certero
sésamo que abría los huertos de la infancia,
la llave de
oro,
el rubio
carrusel del único retorno posible.
Apenas si
conservo, junto a mis lágrimas más íntimas,
el nombre y
el color de las más sencillas, de las más
débiles, de las más desnudas, entre las flores
que
alumbraban los recintos de mi sueño.
¡Ayúdame a
guardarlas, pues qué sería de mí sin ellas!
A veces
pienso que su recuerdo tiene la cifra exacta
de mi vida
y que esta
extraña configuración del árbol adulto que
me ha dado el tiempo
se esfumará
en la noche para siempre
cuando deje
de nutrirme este mágico recuerdo.
Ellas nacían
en los cercos de piedras,
en las
pircas levantadas por manos que hace mucho
tiempo se han hundido en la tierra y la
fecundan
como semillas tristes.
Voy a decir
sus nombres,
sus nombres
de criaturas lejanísimas.
Oye:
Se llaman
maravillas,
se llaman
maravillas.
Las rosadas
campánulas que tañen continuamente en
mi corazón, donde tejen sus redes las arañas
de
la soledad,
se llaman
maravillas.
Volver al
solar que se tiende entre nubes enamoradas,
al ardoroso
diálogo con los muchachos del eco
que me
repetían el nombre de la más breve de las
niñas,
de aquella
niña y dolorosamente amiga de la niebla,
bucles veloces
y un celeste no sé qué lavado por
distancias increíbles.
Si las
palomas recuperaran las llaves de los
campanarios,
si las
guitarras reconquistaran las coplas que
estranguló la
angustia,
si los
coyuyos volvieran a decir su discurso en las
siestas violentas,
si la
estrella bajara como antes a mis manos amigas,
yo quizás
podría tornar a mis nativos rastrojos junto
al cielo.
¿Pero se
vuelve alguna vez a parte alguna?
¿No lo dije
ya? No se regresa. ¡No se regresa nunca!
¿Quién
podría devolverme los ojos aptos,
los abiertos
y vibrantes ojos tendidos al milagro?
Raúl Galán (Ledesma, Jujuy, 1913 – Baradero,
provincia de Buenos Aires, 1963)
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