Cuando éramos chicas e íbamos de vacaciones
a San Bernardo, en los médanos
encontrábamos cintas de huellas diminutas
que se prolongaban hasta detrás de los arbustos.
Las acompañábamos con la vista
hasta encontrar el cascarudo que las trazaba.
A veces eran dos.
Era difícil creer que recorrieran caminos
tan extensos, siendo ellos tan pequeños.
Después buscábamos otro par de huellas
y seguíamos así, durante las largas tardes
de enero con mis hermanas en la arena seca.
Sumábamos nuestras inexpertas huellas.